MANUEL VICENT
EL PAÍS
Agosto 2005
En casa le llamaban Juanito y sus amigos del Poble Sec, con los que iba en
tranvía a la playa de Can Tunis a coger almejas y berberechos, no podían
imaginar que algún día se llamaría Joan Manuel, un nombre entonces demasiado
fino para un gato callejero de la Barcelona subalterna. A esa playa, donde un
día, tal vez, quedó tras las cañas el primer amor, le acompañaba su tío
Gregorio, un pesimista metafísico, quien después de sentarse en una silla
plegable en la arena miraba hacia arriba y, si veía una nubecilla en medio del
ancho cielo, después de masticar media blasfemia, murmuraba: "Ya verás, Juanito,
cómo esta nube acabará jodiéndonos el día". En aquella España de los años
cincuenta, de obreros con alpargatas, trenes con carbonilla y guardias
desdentados, para la gente de su clase el pesimismo era el primer plato en todas
las comidas.
De niño, cuando jugaba al fútbol en la calle, Juanito Serrat le pegaba patadas
al balón en castellano y luego volvía roto a casa con las bombillas ya
encendidas, a un piso minúsculo donde todo sucedía en el comedor. Su padre
trabajaba de lampista en Catalana de Gas y su madre era una de esas mujeres
ibéricas que confunden el amor con el sufrimiento y el dolor con la forma de
entregar el corazón. Sufría por su marido, por sus hijos, por sus vecinos,
sufría por todo el mundo y por cualquier cosa, pero cantaba La Zarzamora
mientras hacía las camas y doblaba los pijamas, alimentando el sueño frustrado
de ser bailarina. Procedía de Aragón, su padre se llamaba Manuel, nació en
España y fue fusilado por los nacionales en Belchite, junto con otros veinte
parientes, todos en la misma cuneta, por eso Serrat ya era antifranquista antes
de nacer, no tuvo que llegar a la Universidad para enterarse de que había
perdido la guerra. Pero a su alrededor todos callaban, y ese silencio, tal vez,
le obligaba a creer que la desgracia de su familia era un caso particular que
había que mantener en secreto. Tardó en saber que aquellos tranvías que lo
llevaban al mar los domingos de verano iban cargados de gentes también
aplastadas por la dictadura, que en la playa disolvían la miseria en las
pestilentes frituras de pescado y a la caída de la tarde regresaban a casa con
los labios salados y el sol todavía en la piel, absueltos por un placer tan
sencillo.
Juanito Serrat hizo el bachillerato laboral -que era el que hacían los pobres-
en Tarragona y desde el primer momento ya fue el número uno en todo. Después
estudió peritaje agrícola en Barcelona y, gracias a su aplicación, la Escuela,
como premio, le pagó un curso para que aprendiera a sexar pollos. Eran los
tiempos de esplendor de las granjas avícolas. Un maestro japonés inició a Serrat
en este arte. Le preparaba mil pollos, él los agarraba uno a uno por las alas y
a una velocidad endiablada les metía el dedo por detrás y en medio segundo sabía
si el pollo era macho o hembra, a continuación los distribuía en jaulones
separados y el japonés aplaudía a este campeón. Este mérito lo agrandó Serrat
siendo también número uno en las Milicias Universitarias en el campamento de
Castillejos, donde recibió el Sable de Honor.
El curso 1962-1963 había establecido una línea crucial en la conciencia
universitaria. Mientras unos estudiantes decidían permanecer en la tuna, cantar
el Carrasclás y perseguir modistillas, otros se hacían pronto progres,
participaban en las primeras huelgas y seguían a los Beatles. A Serrat le
correspondía por edad estar en el primer bando, pero su instinto lo llevó al
segundo y en compañía de unos amigos montó el primer grupo musical, que al
principio se hizo llamar Els Plaçons, con el intento de acomodarse a un
catalanismo naciente, después Els Pitecantropus e incluso Els Quatre Cigales
para darle un aire más canalla. También probaron a llamarse Flamingo para ver si
ligaban más. Nada de nada. Formaban el conjunto Serrat, Nogués, Romeva y Onoro.
Cantaban Ma vie y Twist and Shout. Después de arrastrar las guitarras y la
batería por tablados ratoneros, llegó un momento en que decidieron
autoinmolarse; pero con buen criterio, sabiendo que Serrat era el único de los
cuatro que tenía talento, los otros tres lo cogieron literalmente de la mano y
lo llevaron a Radio Barcelona, donde el locutor Salvador Escamilla lo llamó por
primera vez Joan Manuel y lanzó este nombre a la gloria. Serrat comenzó a cantar
solo y enseguida le llegó el éxito; entró a formar parte de Els Setze Jutges, y
con el éxito vino el primer jamón entero que entró en casa, para alegría de su
padre, el señor Josep, que fue feliz por el triunfo de su hijo hasta el último
de sus días, y de su madre Ángeles, que sufría y sufría y no dejó de sufrir por
el peligro que la fama pudiera reportar a su hijo.
De no ligar nada, de pronto, se vio un día dentro de un Mini Morris sin poder
salir, rodeado de chavalas que estampaban besos en los cristales de las
ventanillas gritando ¡Serrat, Serrat, Serrat! Enseguida llegaron más y más
jamones, que compartía con sus viejos amigos, y el señor Josep comenzó a conocer
ya palabras raras como de bellota o Chivas 12 años. El Belluga no llegó hasta
que empezó a sonar Mediterráneo... qué le voy a hacer... y después ya vino la
explosión.
Serrat ha tenido el genio de representar una rebeldía moral, tenaz,
comprometida, puesta a prueba en momentos muy difíciles, envuelta en un aura de
la dicha de vivir. Políticamente representa esa catalanidad racional aceptada
por todos. Un día el filósofo Francesc Pujols dijo que los catalanes vivían
alimentando este sueño: "Llegará un día en que los catalanes, adonde quiera que
vayamos por el mundo, lo tendremos todo pagado". A Joan Manuel Serrat, consuma
lo que consuma en cualquier parte, hoy ya no le cobra nadie.
Admiradores de Serrat
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Colaboración:
Marcela de ©ampana